"Sed Llenos del Espíritu" Efesios 5:18

Dificilmente podría parecer cuestión a discutir el hecho de que cada cristiano puede y debería ser lleno del Espíritu Santo. Pero algunos argüirán que el Espíritu Santo no es para el común de los cristianos, sino sólo para los ministros y misioneros. Otros mantienen que la medida del Espíritu recibida en la regeneración es idéntica a la recibida por los discípulos en Pentecostés, y que cualquier esperanza de una plenitud adicional después de la conversión se basa simplemente en el error. Unos pocos expresarán una lánguida esperanza de que algún día puedan ser llenados, y aun otros evitarán la cuestión como una acerca de la que conocen bien poco y que sólo podría causarles embarazo.

Quiero aquí declarar osadamente que es mi feliz creencia que cada cristiano puede tener un copioso derramamiento del Espíritu Santo en una medida mucho más allá de la recibida en la conversión, y podría decir también que mucho más allá de la recibida por el común de los creyentes ortodoxos en la actualidad.

Es importante que aclaremos esto, porque la fe es imposible hasta que las dudas sean eliminadas. A un corazón que duda, Dios no lo sorprenderá con una efusión del Espíritu Santo, ni llenará a nadie que ponga en tela de juicio la posibilidad de ser llenado.

A fin de eliminar dudas y de crear una expectativa confiada, recomiendo un estudio reverente de la misma Palabra de Dios. Estoy dispuesto a descansar mi causa en las enseñanzas del Nuevo Testamento. Si un examen cuidadoso y humilde de las palabras de Cristo y de sus apóstoles no nos conduce a creer que podemos ser llenos ahora con el Espíritu Santo, no veo entonces razón alguna para buscar en ningún otro lugar. Porque poco importa lo que hayan dicho éste o aquel maestro religioso en favor o en contra de la proposición. Si la doctrina no se enseña en las Escrituras, no puede entonces ser sustentada por medio de ningún argumento, y todas las exhortaciones que se puedan presentar carecen totalmente de valor.


No presentaré aquí un alegato en favor de la afirmativa. Que el indagador examine la evidencia por sí mismo, y si decide que no hay Justificación en el Nuevo Testamento para creer que puede ser lleno del Espíritu, que cierre este libro y se ahorre la molestia de seguir leyendo. Lo que digo de aquí en adelante se dirige a aquellos hombres y mujeres que han salido de dudas y
que están confiados en que cuando afronten las condiciones pueden realmente ser llenos del Espíritu Santo.

Antes que alguien pueda ser llenado por el Espíritu debe estar seguro que quiere estarlo. Y esto se debe tomar en serio. Muchos cristianos quieren ser llenados, pero el deseo de ellos es de un tipo vago y romántico que apenas si merece ser llamado deseo. Casi no tienen ningún conocimiento de lo que les costará el obtenerlo.

Imaginemos que estamos hablando con un indagador, un Joven y anhelante cristiano, digamos, que nos ha buscado para aprender acerca de la vida llena del Espíritu. De una manera tan gentil como sea posible, considerando la naturaleza directa de las preguntas, sondearíamos su alma de una manera más o menos así:

«¿Estás seguro de que quieres ser lleno de un Espíritu que, aunque es como Jesús en su gentileza y amor, exigirá no obstante ser el Señor de tu vida? ¿Estás dispuesto a que tu personalidad sea tomada por otro, aunque se trate del mismo Espíritu de Dios?

Si el Espíritu toma tu vida a su cargo, esperará de ti una obediencia total en todo. No tolerará en ti los pecados del yo, aunque sean permitidos y excusados por la mayoría de los cristianos. Por pecados del yo me refiero al amor propio, a la autocompasión. a buscar lo propio, a la autoconfianza, a la Justicia propia, al engrandecimiento propio, a la autodefensa. Descubrirás que el Espíritu está en acusada oposición a los caminos fáciles del mundo y de la multitud mezclada dentro de los recintos de la religión. Será celoso sobre ti para bien. No te permitirá que te Jactes, que te magnifiques o que te exhibas. Tomará la dirección de tu vida alejándote de ti. Se reservará el derecho de ponerte a prueba, de disciplinarte, de azotarte por causa de tu alma. Puede que te prive de muchos de aquellos placeres fronterizos que otros cristianos disfrutan pero que para ti son una fuente de refinado mal. En todo ello, te envolverá Él en un amor tan vasto, tan poderoso, tan inclusivo, tan maravilloso, que tus mismas pérdidas te parecerán ganancias, y tus pequeños dolores como placeres. Pero la carne gemirá bajo su yugo y clamará en contra de ello como una carga demasiado pesada para ser llevada. Y se te permitirá gozar del solemne privilegio del sufrimiento para completar «lo que falta de las aflicciones de Cristo» en tu carne por causa de su cuerpo, que es la Iglesia. Ahora bien, con estas condiciones ante ti, ¿sigues queriendo estar lleno del Espíritu Santo?»

Si esto parece severo, recordemos que el camino de la cruz nunca es fácil. El brillo y oropel que acompañan a los movimientos religiosos populares son tan falsos como el resplandor en las alas del ángel de las tinieblas cuando por un momento se transforma en ángel de luz. La timidez espiritual que teme mostrar la cruz en su verdadero carácter no debe ser excusada con ningún tipo de razones. Puede resultar sólo en frustración y tragedia como fin.

Antes que podamos ser llenos con el Espíritu, el deseo de ser llenado debe ser consumidor. Debe ser en aquel momento lo más grande en la vida, algo tan agudo, tan intrusivo, que no deje lugar a nada más. El grado de plenitud en cualquier vida concuerda perfectamente con la intensidad del verdadero deseo.


Tenemos tanto de Dios como realmente queremos.

Un gran estorbo para la vida llena del Espíritu es la teología de la autocomplacencia, tan extensamente aceptada entre los cristianos evangélicos en la actualidad. Según este punto de vista, un deseo agudo es una evidencia de incredulidad y una prueba del desconocimiento de las Escrituras. Una refutación suficiente de esta postura la dan la misma Palabra de Dios y el hecho de que siempre fracasa en producir verdadera santidad entre los que la mantienen. Luego, dudo acerca de si alguien recibió Jamás el aflato (soplo) divino que aquí nos ocupa, si no experimentó al principio un período de profunda ansiedad y de agitación interior. La satisfacción religiosa es siempre enemiga de la vida espiritual. 



Las biografías de los santos enseñan que el camino a la grandeza espiritual ha sido alcanzado siempre por medio de mucho sufrimiento y dolor interior. 

La frase «el camino de la cruz», aunque ha llegado a denotar en algunos círculos algo muy hermoso e Incluso placentero, sigue significando para el verdadero cristiano lo que siempre ha significado: el camino del rechazamiento y de la pérdida. Nadie Jamás gozó una cruz, así como nadie Jamás gozó una horca.
El cristiano que busca cosas mejores y que para su consternación se ha encontrado en un estado de total desesperanza en cuanto a si mismo no tiene por qué desalentarse. La desesperanza del yo, cuando va acompañada
de fe, es una buena amiga, porque destruye uno de los más poderosos enemigos y prepara al alma para la ministración del Consolador. Un sentimiento de una absoluta vaciedad, de desaliento y de tiniebla puede (si estamos alerta y conocedores de lo que está sucediendo) ser la sombra en el valle de sombras que conduce a aquellos campos feraces que se encuentran después de él. Si lo entendemos mal y nos resistimos a la visitación de Dios, podemos perdernos totalmente cada uno de los beneficios que tiene en mente un bondadoso Padre celestial para nosotros. Si cooperamos con Dios, Él quitará los consuelos naturales que nos han servido como madre, y que durante tanto tiempo nos han sido nuestro sustento, y nos pondrá allí donde no podemos recibir ayuda alguna excepto la del mismo Consolador. Nos quitará aquella cosa falsa que los chinos llaman «rostro» y nos mostrará lo penosamente pequeños que somos.
Cuando haya acabado su obra en nosotros, sabremos lo que quería decir el Señor cuando dijo: «Bienaventurados los pobres en el espíritu.»

Está seguro, sin embargo, que en esta penosa disciplina no seremos abandonados por nuestro Dios. Él nunca nos dejará ni nos abandonará, ni se irritará contra nosotros ni nos reprenderá. Él no quebrantará su pacto ni mudará lo que ha salido de su boca. Él nos guardará como la niña de su ojo y vigilará sobre nosotros como una madre vigila sobre su hijo. Su amor no fallará ni siquiera cuando nos lleve a través de esta experiencia de autocrucifixión, tan real y tan terrible, que sólo podamos expresarla clamando: « ¡Dios mío. Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

Ahora bien, pongamos en claro nuestra teología acerca de todo esto. No hay en todo este penoso desnudamiento ni el más remoto concepto de mérito humano. La «oscura noche del alma» no conoce ni un solo tenue rayo de la traicionera luz de la pretensión de Justicia propia. No es mediante el sufrimiento que ganamos la unción que anhelamos, ni nos hace más queridos para Dios esta devastación del alma, ni nos da favor adicional ante sus ojos. El valor de la experiencia del desnudamiento reside en su poder de desligamos de los intereses pasajeros de la vida y de ponernos de cara a la eternidad. Sirve para vaciar nuestros vasos terrenales y para preparamos para la llenura del Espíritu Santo.
La llenura del Espíritu, así, demanda que entreguemos nuestro todo, que suframos una muerte Interior, que libremos nuestros corazones de la acumulación de siglos de basura adánica y que abramos todas nuestras estancias al Huésped celestial.
El Espíritu Santo es una Persona viviente y debería ser tratado como tal Persona. Jamás debemos pensar en Él como una energía ciega ni como una fuerza impersonal. Él escucha y ve y siente lo mismo que cualquier otra persona. Habla y nos oye hablar. Podemos complacerle o agraviarle o silenciarle lo mismo que a otra persona. Él responderá a nuestro tímido esfuerzo por conocerle y siempre nos encontrará a mitad del camino.

Por maravillosa que sea la experiencia de crisis de ser llenado con el Espíritu, debiéramos recordar que se trata sólo de un medio para algo mayor: esta cosa mayor es el caminar toda la vida en el Espíritu, habitados, dirigidos, enseñados y energizados por su poderosa Persona. Y la continuidad de este andar en el Espíritu demanda el cumplimiento de ciertas condiciones. Éstas nos son establecidas en las Sagradas Escrituras, y están ahí para que las veamos todos.

El andar llenos del Espíritu exige, por ejemplo, que vivamos en la Palabra de Dios como un pez vive en el agua. Con esto no me refiero meramente a que estudiemos la Biblia ni que tomemos un «curso» de doctrina bíblica. Me refiero a que deberíamos «meditar día y noche» en la Palabra sagrada, que debiéramos amarla, hacer de ella un festín y digerirla cada hora del día y de la noche. Cuando los negocios de la vida atraigan nuestra atención debemos, sin embargo, por una especie de bendito reflejo mental, mantener siempre ante nuestras mentes la Palabra de Verdad.

Entonces, si queremos complacer al Espíritu que mora en nosotros, debemos estar absolutamente absortos con Cristo. La presente honra del Espíritu es honrarle, y todo lo que Él hace tiene esto como fin último. Y debemos hacer de nuestros pensamientos un limpio santuario para su santa morada. Él mora en nuestros pensamientos, y los pensamientos sucios le son tan repugnantes a Él como lo es el lino sucio para un rey.
Por encima de todo debemos tener una fe llena de aliento que nos mantendrá en fe por muy radical que sea la fluctuación en nuestros estados emotivos.
La vida ocupada por el Espíritu no es una edición especial «deluxe» del cristianismo que pueda ser disfrutada por unos pocos privilegiados que tengan la suerte de estar hechos de un material más bueno y sensible que el resto. Se trata más bien del estado normal de cada persona redimida por todo el mundo.

Es «el misterio que había estado oculto desde los siglos y generaciones pasadas, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuáles son las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria» (Colosenses 1:26).

Faber, en uno de sus dulces y reverentes himnos, dirigió esta dulce palabra al Espíritu Santo:

Océano, amplio océano eres Tú,
De amor increado;
Tiemblo mientras en mi alma
Tus aguas mover siento.
Tú un mar sin orilla eres:
Eres terrible, de gran extensión;
Mar que puede a sí mismo contraerse
Dentro de mí pequeño corazón



Por A. W. Tozer

 



¿Qué es la hez del mundo? (1.a Corintios 4:13). ¿Es la polilla social de la cual nace el sindicato del crimen? ¿Es el genio del mal operando en las esferas internacionales? ¿Es Babilonia? ¿Es Roma? ¿Es el pecado? ¿Es una legión de malos espíritus que llevan este repulsivo título? ¿Qué es...?

Un millar de suposiciones sobre esta pregunta podría traer un millar de respuestas diferentes, todas desacertadas. La verdadera respuesta es la misma antítesis de lo que podríamos esperar. Esta «hez del mundo» no son hombres ni demonios. No es lo malo, sino lo bueno —y no solamente bueno, sino lo mejor de todo—. No es material, sino espiritual; no es de Satanás, sino de Dios. No es la Iglesia, sino un santo. No es sólo un santo, sino lo más santo de entre los santos. «Nosotros los apóstoles —dice Pablo— somos la hez de este mundo.» Luego, para añadir injuria al insulto, eleva la infamia y profundiza la humillación, añadiendo: (Nosotros los apóstoles somos) «la escoria de todas las cosas» (1.a Corintios 4:13).

Cualquier hombre que se ha llamado a sí mismo «hez de la tierra» no tiene ambiciones y, por tanto, no tiene por qué estar celoso de nada. No se atribuye reputación; por tanto, no tiene por qué pelear con nadie. No tiene posesiones; por tanto, no tiene por qué preocuparse. No tiene derechos; por tanto, no tiene razón para sufrir agravios. ¡Bendito estado! Se considera muerto; por tanto, nadie puede matarle. En tal estado de mente y de espíritu, ¿puede alguien maravillarse de que los apóstoles transformaran al mundo? Que los creyentes ambiciosos de hoy día consideren esta actitud apostólica hacia el mundo. Que el popular evangelista viviendo al estilo Hollywood reflexione sobre sus caminos.

Lo que dolía a Pablo más que sus ciento noventa y cinco azotes, tres apedreamientos y tres naufragios, era la crítica contenciosa y carnal de la gente de Corinto. Esta iglesia estaba dividida por rivalidades carnales —y por dinero—. Algunos habían subido a las alturas de la fama y eran los primeros comerciantes de la ciudad. Por esto Pablo les dice: «Vosotros habéis reinado como reyes sin nosotros.» Considerad los contrastes de 1.a Corintios 4:8: «Vosotros estáis llenos, sois ricos, habéis reinado como reyes sin nosotros. Nosotros somos necios por amor de Cristo, débiles, despreciados...; andamos desnudos y vagabundos (vers. 11). Somos hecho un espectáculo al mundo, a los hombres y a los ángeles.»

No era difícil para Pablo, después de todo esto, declararse a sí mismo el menor de todos, pero, luego, Pablo dirige toda esta verdad contra aquellos cuya fe había perdido su enfoque. Estos corintios estaban llenos, pero no eran libres. (Un hombre que ha escapado de su celda no es libre aunque haya podido arrojar de sí la cadena.) A Pablo le dolía que ellos tuvieran sobreabundancia y él nada; se queja de que su riqueza les había traído flaqueza de alma. Ellos tenían comodidad, pero no cruz; eran ricos, pero no traían el reproche de Cristo. No les dice que no son cristianos, sino que están buscando un camino sin espinas para ir al cielo. Por esto añade: «Ojalá que reinarais.» Si ellos estuvieran reinando, sería porque Cristo habría venido: el Milenio habría empezado. Y Pablo termina: «Para que nosotros reinásemos con vosotros.»

Pero ¿quién quiere ser deshonrado, despreciado, desprestigiado? Esta verdad es revolucionaria y transtorna toda nuestra corrompida enseñanza cristiana. ¿Quién se goza en ser estimado necio? ¿Es fácil ver nuestros nombres pisoteados como cosa mala? El régimen ateo rebaja a los hombres, Cristo los levanta. El verdadero Cristianismo es mucho más revolucionario que dicho sistema (aunque sin ser sangriento). Los tractores del mismo han tratado de allanar los montes de la riqueza y llenar los valles de la pobreza. Pensaron que por medio de la educación podían «enderezar los caminos torcidos», pero un Acta parlamentaria o una variación política no pueden traer el Milenio.

Pablo dijo acerca del apostolado: «Pobres, pero enriqueciendo a muchos.-» Gracias a Dios la bolsa de Simón el Mago no atrae la atención del Espíritu Santo. Si nosotros no hemos aprendido todavía cómo tratar con «el mamón  injusto», ¿cómo nos serán confiadas las verdadaderas riquezas?

Así que Pablo, un hombre social y materialmente en bancarrota, catalogado entre la «hez del mundo», pudo entender que, como hez, tendría que ser pisoteado por los hombres. Aun cuando podía responder a los filósofos epicúreos en la colina de Marte, sin embargo, por amor de Cristo, estaba dispuesto a ser tratado como loco. En cuanto a Jesús, el antagonismo del mundo fue fundamental y perfecto.

Hermanos, ¿es esto lo que elegimos? ¿Hay algo que nos irrite más que ser clasificados entre los indoctos e ignorantes? Sin embargo, un humilde pescador escribió el Apocalipsis, que todavía confunde a los eruditos. Estamos sufriendo hoy día una plaga de ministros que se preocupan más de llenar sus cabezas que de encender sus corazones. Si un predicador tiene inclinaciones por la cultura, que obtenga sus grados antes de entrar en el ministerio, pues cuando se encuentre ocupado en una labor tan importante, veinticuatro horas al día no le serán suficientes para llevar los nombres de su rebaño ante el gran Pastor y prepararles su alimento. El hecho es que las cosas espirituales tienen que ser discernidas espiritualmente (no psicológicamente). Ni Dios ni sus juicios han cambiado. Todavía es su prerrogativa «esconder las cosas de los sabios y entendidos y revelarlas a los niños». Y los niños, hermanos, no tienen intelectos colosales. La iglesia de esta hora se envanece a cada momento con los altos títulos de sus ministros, pero paraos un momento antes de envaneceros en la carne. Estamos teniendo una época muy baja en nacimientos espirituales. Y el diablo no se asusta hermano Apolos, de tu catarata de palabras elocuentes.

La línea de demarcación entre el mundo y el Cristianismo es bien distinta y significa descrédito. Los peregrinos de Juan Bunyan, pasando por la «Feria de Vanidad», eran todo un espectáculo. Su vestido, palabras, intereses y sentido de los valores se diferenciaban enteramente de la gente mundana. ¿Son así nuestras vidas hoy?

Durante la última guerra un general inglés dijo: «Tenemos que enseñar a nuestros hombres a odiar, pues si no odian no lucharán.» Hemos oído mucho (aunque no lo suficiente) respecto al amor perfecto, pero también necesitamos conocer el «airaos y no pequéis». El creyente lleno del Espíritu aborrecerá la iniquidad, la injusticia, la impureza y luchará contra todas estas cosas. Porque Pablo odiaba al mundo, el mundo odiaba a Pablo. Nosotros necesitamos también esta disposición a la oposición.

Stanley escribió su África oscura y el general Booth su Inglaterra oscura en medio de la más aplastante oposición. El primero vio los altos e impenetrables bosques con sus rugientes leopardos, sutiles serpientes y habitantes de las tinieblas. Guillermo Booth vio las calles de Inglaterra como Dios las veía, con su concupiscencia, pecado, juegos, prostitución, y levantó un ejército de Dios para combatir estas cosas. Nuestras aceras de enfrente son ahora nuestros campos de misión. No hagáis caso de la cultura y de las buenas maneras, pues una señora bien educada y de hablar suave puede estar tan lejos de Dios como una madre «Mau-Mau» vestida de hierba. Nuestras ciudades viven sumergidas en la impureza.
Un cristiano que llena su cerebro, noche tras noche, de cuentos de la televisión, llegará a tener un cerebro seco y un alma en bancarrota. Haría mejor de pedir a Dios que le quitara de este mundo, si está tan enamorado de esta edad licenciosa que la ceguera del pecado no arranca lágrimas de su alma. Cada calle de nuestras ciudades es un río de borracheras, divorcios, oscuridad diabólica y condenación. Si tomáis partido en contra de todo esto, no extrañéis, hermanos lectores, que el mundo os aborrezca. «Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo.»

Pablo declara rotundamente: «El mundo me es crucificado a mí.» Esto está fuera del alcance de los cristianos del siglo xx. El Gólgota fue testigo de multitudes que venían a ver la humillación de los malhechores que allí eran ejecutados. El lugar de crucifixión era un carnaval de burla y menosprecio. Pero ¿quién iba a la mañana siguiente a ver las víctimas? Solamente las águilas y los buitres para arrancarles los ojos y destrozar sus costillas. El espectáculo tenía que ser repugnante. Del mismo modo, Pablo, crucificado al mundo, era repugnante para el mundo.

¿Podríamos nosotros repetir interiormente, con labios temblorosos, esta frase: El mundo me es crucificado a mi?l Sólo cuando seamos de tal modo «muertos al mundo», con toda su pompa y placeres pasajeros, podremos sentir la libertad que Pablo conoció. El hecho cierto es que nosotros, los seguidores de Cristo, respetamos al mundo, sus opiniones, alabanzas y títulos. Un crítico moderno dijo que los creyentes tenemos «el oro como nuestro Dios y la ciencia como credo». (El que se enoje es que le duele.) Sin embargo, en este mismo año de gracia conozco algunos creyentes de ambos lados del Atlántico que visten trajes de segunda mano a fin de ahorrar su dinero para la obra de Dios y que, como Pablo, se hacen necios por amor al Evangelio.

Este bendito hombre de Dios, para quien el mundo le era crucificado, era considerado como «loco». Sin embargo, Pablo presentó de tal modo su mensaje que otros buscaron su muerte porque su «negocio corría peligro». ¡Estos benditos apóstoles, con su santo y saludable desprecio del mundo, cómo nos avergüenzan! Como dijo cierto poeta:

Siguieron la senda que asciende hacia el cielo Con grandes peligros, angustia y dolor. ¡Oh Dios!, danos gracia, Espíritu y celo A fin de seguirles con igual fervor.

Pronto vendrá el «adiós a la mortalidad y bienvenida a la eternidad». Por esto te deseo, querido lector, un año de abnegado servicio para Aquel que tanto se sacrificó por nosotros, para que nosotros también podamos terminar nuestra carrera con gozo.
 
 
Por Leonard Ravenhill
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